Por Sergio Negrete Cárdenas
A la vida de Luis Enrique Mercado
Andrés Manuel López Obrador™ se mira en el espejo y contempla a una figura legendaria, líder de una transformación histórica, a la altura de Juárez o Madero. No que todo fuera bien en 2019, pero empeoró considerablemente cuando el mesiánico se topó con un año fatídico.
La pandemia no solo ha sembrado muerte y derrumbado economías, sino separado al estadista del populista, al gobernante eficaz del improvisado, al ejecutivo del demagogo. AMLO fue siempre un gigante con pies de barro, y el Covid lo terminó por derribar, mostrando al Rey que camina arrogante pero desnudo.
El virus sacó lo peor del inquilino de Palacio. Las escasas semanas que se tuvieron para planear antes de que golpeara la pandemia fueron tiradas a la basura en la complacencia y minimizando lo que venía. Los meses que siguieron fueron peores. El tabasqueño, como tantas veces, creyó que podría enfrentar la realidad con buenos deseos y declaraciones triunfalistas.
México, país relevante en el concierto internacional, mostró a un gobernante bananero blandiendo amuletos y presumiendo que había “doblegado” a la pandemia. Lo exhibió pontificando ante sus homólogos del G20, mostrando que no esfuerza su nivel intelectual independientemente del foro. Una nación sería convertida en una tragedia de mal gusto por las ocurrencias e improvisaciones de AMLO.
Sería una broma si no fuese por los cientos de miles de muertos. Puesto a elegir entre petróleo y vidas, AMLO optó por el chapopote. Entre el tren maya y ampliar la capacidad hospitalaria tampoco tuvo dudas. Porque el tabasqueño mostró que sus estrategias no cambian por más que así lo hagan las circunstancias, que es incapaz de superar sus rígidos esquemas mentales, que no puede trascender su amplio repertorio de frases comunes. No entiende, jamás lo hará, que la simplificación de un slogan de campaña no es una estrategia para gobernar.
El rescate bancario hace un cuarto de siglo fue, en su mente, algo muy malo. De ahí concluyó que todos los rescates lo son, y entonces no se salvan empleos porque eso es ayudar a empresarios. Mientras muchísimos países, avanzados y emergentes, apostaron a una política fiscal que rescatara puestos de trabajo e impidiera el empobrecimiento, López Obrador se la pasa agradeciendo que hay más remesas. Le importan tanto los millones que ha dejado caer en pobreza, nada, como los niños faltos de quimioterapias.
Es el año de los muertos, en tal magnitud que se pierde toda dimensión. La persona que construyó su candidatura con “nos faltan 43” ha decretado en los hechos la muerte de miles que estarían vivos si su gobierno hubiera adoptado acciones que evitasen que millones tuviesen que salir a la calle a buscar el sustento. Pero son niños sin quimios, los miles muriendo de Covid en sus casas o en un pasillo de hospital, sin rostro y sin rastro en la conciencia de Obrador. Es de suponerse que el Presidente no ha perdido un segundo de sueño mientras los cadáveres se apilan por su responsabilidad.
López Obrador fue siempre el hombre de la solución simple y equivocada, pero fácil de entender, basada en un diagnóstico erróneo. Hubiera sido en la mejor de las circunstancias un mal Presidente; en el peor momento en décadas sacó a relucir su profunda incapacidad para un cargo al que nunca debió ser electo. Es de poco consuelo que como gobernante acabará, como un Antonio López de Santa Anna o un José López Portillo, en el basurero de la historia.