En un callejón sucio tras una tienda de donas de Los Ángeles, Ryan Smith se convulsionaba atenazado por el fentanilo, pasando en su euforia abruptamente de momentos de letargo a arranques de temblores violentos en un cálido día de verano.
Cuando Brandice Josey, otro indigente adicto, se inclinó y exhaló una bocanada de humo en dirección suya en un acto de caridad, Smith se enderezó y abrió su labio lentamente para inhalar el vapor como si fuera la cura de sus problemas.
Smith, que vestía una camiseta amarilla mugrienta con la frase “Sólo buenas vibras”, se reclinó sobre su mochila y dormitó el resto de la tarde sobre el asfalto, sin inmutarse ante el hedor de alimentos en descomposición y excrementos humanos que impregnaba el aire.
Para demasiadas personas enganchadas a este narcótico, el sueño que sigue a una dosis de fentanilo es permanente. La droga altamente adictiva y potencialmente letal se ha convertido en un flagelo en todo Estados Unidos y está haciendo estragos entre el creciente número de personas que viven en las calles de Los Ángeles.
Casi 2.000 indigentes fallecieron en la ciudad de abril de 2020 a marzo de 2021, un incremento del 56% con respecto al año previo, según un informe difundido por el Departamento de Salud Pública del condado Los Ángeles. La sobredosis fue la principal causa de muerte; más de 700 perdieron la vida por ello.
El fentanilo fue desarrollado para que fuera un analgésico frente a dolores intensos de padecimientos como el cáncer. El uso de este poderoso opioide sintético, el cual es barato de producir y con frecuencia es vendido solo o entremezclado con otras drogas, ha aumentado exponencialmente. Como es 50 veces más potente que la heroína, incluso una dosis pequeña puede ser letal.
Rápidamente se ha convertido en la droga más mortífera en la nación, según la agencia antinarcóticos DEA. Dos terceras partes de las 107.000 muertes por sobredosis en 2021 fueron atribuidas a opioides sintéticos como el fentanilo, indicaron los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos.
Las consecuencias por el uso de la droga se extienden mucho más allá de las calles.
Jennifer Cataño, de 27 años, tiene los nombres de dos hijos tatuados en sus muñecas, pero no los ha visto en varios años. Viven con su madre.
“Mi madre no cree que sea buena idea, ya que piensa que va a lastimar a los niños porque no estoy lista para ser rehabilitada”, señaló Cataño.
Ha sufrido sobredosis en tres ocasiones y ha estado en rehabilitación siete u ocho veces.
“Da miedo desengancharse de él”, señaló. “Las abstinencias son realmente desagradables”.
Cataño deambuló alrededor de una estación del metro cercana al parque MacArthur, desesperada por vender una botella de suavizante para telas Downy y una silla Coleman para acampar que se robó de una tienda cercana.
El abuso de narcóticos puede ser una causa o un síntoma de indigencia. Ambos también pueden entremezclarse con las enfermedades mentales.
Un informe de 2019 elaborado por la Autoridad de Servicios para Indigentes de Los Ángeles halló que aproximadamente una cuarta parte de todos los adultos sin hogar en el condado Los Ángeles tenían enfermedades mentales y 14% padecía un trastorno por consumo de sustancias. En ese análisis sólo fueron incluidas personas que tenían una enfermedad grave permanente o de largo plazo. En una interpretación más amplia de los mismos datos, el periódico Los Angeles Times halló que aproximadamente el 51% sufrían enfermedades mentales y 46% padecían trastornos por el abuso de sustancias.
Se están erogando miles de millones de dólares para atenuar la indigencia en California, pero el tratamiento no siempre recibe fondos.
Un controvertido proyecto de ley promulgado por el gobernador Gavin Newsom podría mejorar eso al obligar a las personas que padecen enfermedades mentales graves a someterse a tratamiento. Pero es necesario que sean diagnosticadas con cierto trastorno, como por ejemplo esquizofrenia, y el ser adicto por sí solo no es suficiente para ser atendido.
Hay ayuda disponible, pero es superada por la magnitud de la penuria visible en las calles.
Rita Richardson, una supervisora de campo en LA Door, un programa municipal de prevención de adicciones que trabaja con personas que han sido declaradas culpables de delitos menores, reparte calcetines, agua, condones, refrigerios, agujas limpias y volantes en los mismos sitios álgidos de lunes a viernes. Espera que el hecho de que ella sea constante en sus visitas alentará a la gente a solicitar ayuda.
“Entonces con suerte se produce un momento de luz. Podría no ocurrir este año. Podría no ocurrir el próximo. Podría requerir varios años”, dijo Richardson, exadicta y exindigente. “Mi meta es conducirlos de la oscuridad a la luz”.
Partes de Los Ángeles se han convertido en escenarios de desesperación, con hombres y mujeres tumbados en aceras, acurrucados en bancas y desplomados en callejones escuálidos. Algunos se acurrucan fumando la droga, otros se la inyectan.
Armando Rivera, de 33 años, exhalaba bocanadas blancas para atraer a adictos en el callejón donde Smith dormía. Necesitaba vender algo de droga para comprar más. Los que no tenían suficiente dinero para mantener su hábito rondaban en torno suyo, con la esperanza de obtener una dosis gratis. Rivera no mostró misericordia.
Cataño no podía vender la silla, pero a la larga le vendió el suavizante de telas a un vendedor ambulante por 5 dólares.
Fue dinero suficiente para otro momento de euforia.
Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.